Como explicaba amenamente Faustino Cordón, ‘Cocinar hizo al hombre’. De donde se deduce que nos estamos deshumanizando, pues cada vez se cocina menos. Los datos son rotundos, pues crece la venta de alimentos preparados, la denominada quinta gama, a la vez que aumenta la demanda de comida a domicilio. En paralelo, la obesidad se ha convertido en un auténtico problema sanitario y las intolerancias y alergias están a la orden del día.
Mientras la nutrición se convierte en asunto de actualidad, con los despachos de los profesionales repletos de clientes, las cocinas domésticas son cada vez un espacio menos usado, salvo, quizá, esa despensa donde se acumulan latas y conservas listas para servir.
Cuando disponemos de numerosas técnicas y artilugios para optimizar nuestro tiempo en los fogones ‒desde el fantástico congelador, hasta ollas rápidas y singulares electrodomésticos‒, vamos convirtiendo el acto de cocinar en un ocio más. Se dice que ya no tenemos tiempo, pero sí para disfrutar de series o atender al móvil, lo que parece más una cuestión de preferencias. Es decir, una opción vital.
El contacto con los alimentos en su estado primigenio ‒verduras, frutas, legumbres, pescados y carnes‒ nos acerca a nuestra esencia de seres vivientes, obligados a nutrirse, de la misma forma que caminar ‒no ir en coche‒ nos sitúa en nuestro entorno. Cuando limpiamos una borraja o troceamos una cebolla reconocemos que otro la produjo para nosotros, y al rebozar ese filete o manipular una merluza evocamos al carnicero y al pescatero que nos la han preparado para su manejo. Asumimos, siquiera inconscientemente, que somos parte de una cadena, de un ciclo vital.
Lo mismo que sucede cuando comemos una tapa o un menú en ese establecimiento dotado de cocina, que van decayendo de forma peligrosa, sustituidos por cocinas centrales y franquicias.
Es lo que hay, nuestra opción como sociedad, por más que haya sido sutilmente introducida desde la poderosa industria alimentaria. Y los resistentes somos cada vez menos.
Lo malo no es que estemos sustituyendo la sopa de ajo por el ramen, sino que no sepamos guisar ni la una, ni el otro.