Este mes de noviembre ha sido especial en nuestra comunidad, y especialmente en Zaragoza. El aparente fin de las restricciones sanitarias –ojo, la mascarilla sigue siendo de uso obligatorio en interior, mientras no se coma– ha provocado una intensa afluencia a nuestros establecimientos, como si no hubiera un mañana.
La hostelería ha debido recurrir en muchos casos a duplicar mesas para aprovechar este aluvión y equilibrar pérdidas pasadas. Pero asalta la duda, pues puede ser un fenómeno pasajero. Tras las comidas y cenas navideñas, que vuelven con fuerza, ¿se normalizará el consumo en la temidísima cuesta de enero?
Por otra parte, parece plausible un cierto desabastecimiento de alimentos y bebidas en las próximas semanas. Nada tienen que temer quienes practican la compra de proximidad: no le faltará vino aragonés –quizá sí champagne o whisky– ni tampoco ternasco o vacuno del Pirineo, por más que quizá le cueste más encontrar esos langostinos procedentes de lejanas tierras.
La pandemia ha puesto de manifiesto los hilvanes que disimulaban las costuras de nuestro sistema alimentario. ¿Recuerdan el barco encallado en el canal de Suez? Todo un síntoma que puso de relieve cómo funcionan los transportes marítimos, que son la forma mayoritaria de transportar mercancías y alimentos.
Suben, pues, los costes, que para eso la propiedad de los fletes se condensa en pocas manos. Pero también lo hacen los combustibles y la electricidad, lo que repercutirá indudablemente en todo el sector. Si, además, el vidrio, los piensos, el cartón, los embalajes también suben, el incremento de costes repercutirá, más tarde o temprano, en el sufrido consumidor. Quizá menos en la borraja que en las bananas, pero lo sufriremos.
Que los pimientos verdes italianos se cultiven en Holanda, mientras que los tulipanes crecen en torno al río Po es lo que tiene. Optimizar los costes económicos frente a los ambientales y sociales nos ha traído hasta aquí. Muchos lo decían, pero ha sido la pandemia quien ha subido el telón.