Se acaba un año convulso y llega otro plagado de más incertidumbres. A la hora de cierre de esta edición, el panorama pandémico no era nada alentador. Las eternas discrepancias entre el ejecutivo y el judicial, la relajación –y hartazgo– de la ciudadanía, la resignación de la hostelería, la falta de suministros…
El mundo está cambiando, parece obvio, aunque tiende a volver a su natural, a lo de siempre, por más que sea reciente. Sin embargo muchos indicios apuntan a que se consolidarán nuevas
tendencias. La hostelería, por ejemplo, ha aprovechado las pausas para pensar en sus negocios, algo inusual hace dos años, cuando las inercias imponían su ritmo.
Subirán precios en restaurantes excepcionales, que proponen experiencias singulares. Se irá imponiendo el pago de una señal por reserva, ante la informalidad de los clientes. Mejorará la valoración de los escasos profesionales bien formados y con ganas de trabajar. Por contra, las franquicias y los grupos irán imponiendo una oferta estandarizada e impersonal, de bajo coste, sin mayores pretensiones. E irán desapareciendo muchos bares de barrio, un auténtico servicio social y ciudadano.
Del mismo modo, las dos tendencias contrapuestas irán visibilizándose en la agroalimentación. Productos más o menos industriales, homogéneos, muy presentes gracias a las alianzas con
las grandes superficies y una poderosa publicidad; no en estas páginas, por cierto. Pero el pequeño comercio, la venta directa, sigue teniendo su espacio, como demuestra la vigencia de los agromercados, tanto en Zaragoza, como en otras localidades aragonesas. Los pequeños productores, también gracias al auge del online, van encontrando nuevos mercados.