Sale este número a la calle cuando las mascarillas dejan de ser obligatorias en la misma. Síntoma de otro retorno a nuevas normalidades, que, sin embargo parece que serán muy diferentes. Por mucho que remita, la pandemia sigue aquí, como el dinosaurio. Y, sobre todo, sus consecuencias sociológicas y culturales, pues dos años son mucho tiempo y las consecuencias se irán viendo en todos los sectores.
Serán muchos, especialmente los más jóvenes, quienes recuperarán rápidamente nuevos hábitos, pero la mayoría de la población ha tenido suficientes meses para descubrir otras formas de estar y vivir. Seguiremos siendo seres sociales, pero quizá nos guste menos apretujarnos en pequeños locales buscando un hueco en la barra; sufrir un autoservicio que se va imponiendo en demasiados locales; escaparnos del trabajo –¿desde casa?– para echar el cafelito; o adecuarnos a nuevos horarios de consumo.
Mientras las grandes franquicias crecen, la hostelería familiar agoniza, si no se transforma. Profesionalizarse, cumplir con todas las obligaciones y crecientes costes, supone unas tarifas
que no todos los clientes están dispuestos a aceptar. Por si fuera poco, y aunque sea de refilón, nuestra alimentación ha saltado al debate público. Con demasiada demagogia por parte de la mayoría, poco sentido didáctico y escaso realismo a la hora del análisis.
El sistema alimentario no se cambia de repente. Pues no se trata solamente de restringir o no los intereses de la gran industria, o de apoyar a los pequeños productores, sino de atender el sentido aspiracional de la población. Un dato a considerar es que resulta más barato –desde el punto de vista médico y nutricional, pero también palatal– comer mal que bien. O que la obesidad ya no es patrimonio, como antaño, de los ricos, devenidos en delgados. Aquel dicho que afirmaba que era más fácil cambiar de religión que de alimentación no tenía en cuenta el poder de la publicidad, ahora de las redes, a la hora de conformar los gustos de la mayoría.
Desde aquí no pretendemos convencer a nadie de cómo debe comer, pero sí ofrecerles más opciones, quizá escondidas, que se sumen a esa acertada consigna de Slow Food de producir y consumir alimentos buenos, limpios y justos.